lunes, 27 de mayo de 2013

Diario de un enfermero, 2ª parte

Tras cumplir mi primer año de carrera, y con la moral más que reforzada, me adentré en el mundo de la maternidad en mi segundo periodo de prácticas;

Existe la creencia general de lo maravilloso que debe de ser un hospital maternal; los niños, berreantes, sonrosados y graciosos, recién nacidos, y sus madres y familias felices y contentos, por el milagro de la vida.

Pero a todos se nos olvida que esto conlleva un proceso.

Y que en dicho proceso puede ocurrir problemas.

Cómo no, a mi no me tocó una planta denominada "de la felicidad" como es puerperio, o postparto (para los de la logse), sino en la planta en la que había problemas, o patología del embarazo.

El lugar era demencial.

 La mezcla de tensión, nerviosismo y hormonas flotaba por el aire; y qué hay peor que mezclar a una madre, que aún no lo es, pero que tiene problemas antes de empezar.

Todos esos sentimientos, al que se le añade la impotencia de no poder hacer demasiado por estas criaturas, ya que, aunque se olvide a veces, no somos dioses, sino solo personas que hacemos lo que podemos.

Y ante muchos casos no se puede hacer nada.

Recuerdo el primer día como si fuese hoy. Subí, con más nervios que cabeza, hacia la 4ª planta, pues allí se ubicaba lo que sería mi emplazamiento de trabajo y aprendizaje durante casi 4 meses; y 4 meses dan para mucho.

Como era Febrero, cuando llegaba a las 7:30 am al servicio, aún era de noche. Las habitaciones estaban cerradas, y la luz, no era más que una tenue luciérnaga que parpadeaba en el pasillo, al más puro estilo de
"Sillent Hill" que puedo recordar.

Caminé despacio, para no romper el silencio creado, en el que no sabía porqué, la tensión podía cortarse con cuchillo, hacia la mitad del mismo, donde una luz blanca salía del control de enfermería.

Allí me encontré con quién me tutorizaría y me enseñaría muchas cosas a lo largo del periodo, una señora que, aunque parecía áspera y demasiado seria, luego demostró que no era así, solo que estaba curtida en el dolor y en las situaciones adversas, como su trabajo le exigía.

Qué paradoja, siendo hombres la mayoría de los pacientes ingresados en hospitales, que el primer día, volvió a ser una mujer:

Al entrar creía encontrarla desmayada, por sus labios y piel pálidos y blancos como el nácar, pasto de la falta de sol y de la deshidratación.
Estaba muy oscuro.
No hice nada de ruido, pero parece que me sintió;
Entre sus marcadas ojeras había dos pupilas,  negras y profundas, como dos pozos,, hundidos en la desesperación, en el amargor más doloroso, con un brillo casi de locura; cuando le tomé la tensión, no se movía un ápice, ni me dijo nada.

Su enorme barriga, para un cuerpo delgado de apenas 1.60 parecía hundirla en la cama.

Esa habitación tenía la habilidad de hacerme sudar como si de un horno se tratase, pero por dentro siempre sentía frío.

Como si belcebú hubiese hecho acto de presencia, huí de la habitación, con el sentimiento de tridteza y miedo que se puede sentir al no saber nada.

Creo que no he de añadir que entré, no solo una vez, sino muchas veces más. Su nombre, para que podamos referenciarla, será Dana, como la diosa céltica irlandesa apodada "madre".

Volví a pecar de ingenuo esa mañana, me dejé dominar por el miedo, por la tristeza y por lo chocante de la visión; pero, aún así me enseñó una gran verdad que sigo comprobando día a día.

Aunque sufras lo indecible, y no lo merezcas, el final puede ser amargo.

Muy amargo






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